El pasaje bíblico del encuentro de Jesús con los discípulos en el camino de Emaús (Lucas 24, 13-35), cultivaron en mí múltiples dudas y asombros incomprensibles.

Cuestionaba el hecho de que los discípulos no fueron capaces de reconocer a Jesús, pues “algo impedía que sus ojos los reconocieran” (cfr. 24, 16.). Es decir, ellos eran sus seguidores, y habían pasado solo unos cuantos días desde la última vez que lo vieron. Me parecía increíble, que quienes pregonaban admiración por él, ya hubiesen olvidado el rostro de su Maestro.

En mi análisis interno, más allá de toda regla de interpretación, creía que yo sí sería capaz de identificar a Jesús. No podía estar más lejos de la verdad.

Ergo, había (hay) algo en ello, que seriamente me cautivaba. Ellos abrieron sus ojos cuando Jesús compartió el pan con ellos, es decir, vivieron la experiencia Eucarística.

Pero hasta que no viví lo que los discípulos de Emaús vivieron, no pude entender el significado de “¿no ardía acaso nuestro corazón mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las escrituras?” (Cfr. 24, 32)

Todos los jóvenes católicos hemos atravesado o atravesaremos el camino de Emaús. Yo lo atravesé.

Después de sucumbir en una crisis emocional y de fe, en donde me cuestionaba mi vocación y hacia donde me dirigía, una especia de desierto que me había dejado completamente deshidratada y “seca”, sin ser consciente me puse en búsqueda del agua viva. Venía desesperanzada, porque a pesar de ir todos los días a Eucaristía, hablar con Dios en la oración y compartir su palabra con los miembros de mi comunidad, al atravesar la muerte de mi espíritu, no fui capaz de reconocer a Jesús actuando en mi vida; sentí como lo sintieron los discípulos “Nosotros esperábamos que fuera Él quien librara a Israel” (cfr. 24,21). Yo esperaba que todo fluyera de manera continua y sin pausa en mi vida, esperaba que Jesús actuara de manera inmediata poniéndome en el lugar donde debía estar.

En el contexto del pasaje bíblico, Jesús había sido asesinado por manos crueles y egoístas. En mi vida, Jesús había muerto porque mi fe estaba por el suelo, dudaba del lugar donde estaba y creía que todo se me estaba viniendo abajo, como los discípulos de Emaús.

Iba a Misa y practicaba la rutina diaria de oración, pero en verdad, yo estaba seca y mi fe no me daba para convencerme de que después de eso vendría Su RESURRECCIÓN. Así que, yo estaba allí, escuchándole y viéndole, y no me daba cuenta. Tal como los discípulos.

Eso puede sucederles a todos. Quizá la persona que se sienta al lado tuyo en las Eucaristías, está allí pero aun no reconoce a Jesús, no lo ha visto resucitado. O eres tú quien no es capaz de reconocerle y amarle.

Jesús me estaba acompañando y no me di cuenta hasta que un día se me acercó a través de una multitud de jóvenes que vivían la Eucaristía con total devoción y en silencio.

Una multitud en silencio, contemplándolo a Él.

Allí, me ardió el corazón, porque me estaba hablando a través de lo que había sido mi vocación durante mucho tiempo: La entrega a los jóvenes.

Me acerqué a ellos, y luego de la contemplación, empezaron a dialogar sobre las misiones a las que habían participado, sobre como alguna experiencia les había cambiado la vida y como eran felices en ese momento. El corazón me ardía, me ardía tan fuerte y no sabía por qué.

Me preguntaba, al igual que los discípulos de Emaús ¿quiénes son estos y por qué hablan así? ¿Acaso nunca han sentido la sensación de estar secos, en medio de la tierra árida, y por eso hablan de esa forma? (Cfr. 24, 18)

Sí, Dios me estaba hablando directamente a mí. Jesús quería que yo lo escuchara. Pero yo no entendía bien lo que pasaba. Estaba confundida. No reconocía a Jesús. Pero el corazón iba latiendo con fuerza, la sangre recorría a todo fuego por el cuerpo. Estos jóvenes habían pasado por lo mismo que yo y ahora estaban aquí, dando razón de su esperanza.

Cuando inició la Eucaristía todos volcamos nuestra atención hacia Jesús, y allí, se abrieron mis ojos. Lo reconocí. Vivo. Resucitado. Y lo mejor, con respuestas. Esas respuestas que tenia tanto buscando y que no hallaba. Algo había que no me dejaba reconocerlo, que no me dejaba escucharlo, entenderlo.

Hoy, estoy en el camino, con la claridad de mi vocación y hacia dónde dirigirme. Tengo temores, similares a los de los apóstoles cuando salieron a anunciar al Evangelio, pero con la valentía arraigada en el corazón, de que estoy viviendo la misión para la que fui creada.

Algunas veces, vivimos experiencias que nos hacen arder el corazón, porque allí está Jesús hablándonos, pero no somos capaces de reconocerlo.

Otras veces, una canción específica nos hace llorar, o escuchar la Homilía nos hace vibrar el alma. Distintas experiencias, un mensaje claro. Cuéntame, ¿eres capaz de identificarlo? ¿Has sentido que te arde el corazón y que tus ojos no lo reconocían? Y, a partir de esa vivencia espiritual, ¿hoy celebras su Resurrección?